PASIÓN POR LA PYME FAMILIAR
La Empresa Familiar como un “Hijo del Fundadorâ€
Amar a una empresa como si fuera un hijo es una metáfora poderosa, pero también peligrosa. Este vÃnculo emocional puede desbordar los lÃmites de lo práctico, empañando la claridad y desviando el rumbo. En ese amor, el fundador puede olvidar que una empresa, por mucho que nazca de sus sueños, no es carne ni hueso, ni comparte su ADN.
2025-01-27
La dificultad para tomar decisiones objetivas es uno de los primeros desafÃos que surgen. Si una empresa es vista como un hijo, cada decisión crucial—recortar costos, cambiar la dirección estratégica o incluso aceptar su cierre—se convierte en un acto doloroso, casi como si traicionara una relación sagrada. Esto puede llevar a mantener a flote lo insostenible, a derrochar recursos y a resistirse a los cambios necesarios, incluso cuando el mercado lo exige con urgencia.
A este apego le sigue una resistencia a aceptar el fracaso. El fin de una empresa no es solo un hecho empresarial; para el fundador, es un duelo. Cerrarla puede sentirse como la pérdida de algo vivo, una despedida que quema y que muchos no están preparados para enfrentar. La consecuencia es una prolongación innecesaria de un ciclo que ya no tiene sentido, acumulando pérdidas financieras, fatiga emocional y el riesgo de no encontrar nuevas direcciones.
La confusión entre identidad personal y profesional es otra trampa frecuente. Cuando el fundador se convierte en la empresa y la empresa en él, cualquier golpe en el negocio se siente como una herida directa al alma. Las dificultades financieras, los desafÃos del mercado o las crÃticas externas no se perciben como problemas de un proyecto, sino como ataques personales. Esta confusión puede desencadenar crisis emocionales profundas, paralizando al fundador cuando más claridad necesita.
Por si fuera poco, este amor desmedido provoca una dificultad para delegar. El fundador, como un padre sobreprotector, teme que cualquier decisión ajena pueda “dañar†a su criatura. Pero una empresa, al igual que un árbol, no puede crecer si no se le deja expandirse. La incapacidad para confiar en otros puede restringir su crecimiento y, en última instancia, sofocar su potencial.
Finalmente, aparece la negación de la realidad. Ese vÃnculo tan personal lleva al fundador a idealizar la empresa, negándose a ver fallas estructurales o señales claras del mercado. Esta desconexión puede generar inmovilidad y aislar al negocio de la verdad más fundamental: todo proyecto depende de su capacidad de adaptarse y responder al entorno.
Y cuando, inevitablemente, llega el momento de cerrar una empresa amada como un hijo, las consecuencias emocionales son devastadoras. La culpa pesa como un yunque: el fundador siente que ha fallado en su papel, que ha perdido algo que debÃa proteger a toda costa. Este duelo puede prolongarse, afectando su salud mental y sembrando el miedo al futuro. Quizá lo más grave sea la pérdida de confianza en sà mismo, una herida que puede dificultar cualquier nuevo intento de crear, innovar o crecer.
Sin embargo, no todo está perdido. Amar un proyecto no tiene que significar aferrarse a él con desesperación. Separar identidad personal y profesional es el primer paso: reconocer que uno es mucho más que un negocio, que su valor no depende de un balance final. Buscar apoyo externo puede aportar la objetividad que a veces la pasión niega, mientras que aceptar la posibilidad de un cierre deja espacio para aprender de los fracasos y convertirlos en cimientos para algo nuevo.
En última instancia, el amor hacia una empresa deberÃa dirigirse no a la idea de mantenerla viva a toda costa, sino al impacto que busca generar. No es la "entidad" de la empresa lo que merece amor, sino el propósito que la hizo nacer. Al final, el verdadero legado de un fundador no es una empresa que dura, sino una vida de aprendizaje, pasión y reinvención.
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